4.El mito y el logos.

"Este mundo, el mismo para todos los seres, no fue creado por hombres ni por dioses, sino que fue, es y será fuego siemprevivo, que se enciende con medida y se apaga con medida." Heráclito de Éfeso, fragmento recogido por Clemente de Alejandría en sus Stromateis, V, 104, 2. Del libro "Textos presocráticos" de Diels y Kranz, Berlín, 1951.

 

Tradicionalmente, el mito –existente desde siempre- ha sido considerado como una forma menor de pensamiento, como una manera pre-racional de acercarse a la realidad, de vivir en ella. Autores como Comte y Hegel explicitan claramente la jerarquización concep­tual entre arte, religión y filosofía, en ese orden. Sin embargo, y gracias a autores como Eliade, tal interpretación ha sido profundamente revisada, y el mito nos ha mostrado claramente su propia "racionalidad", evidentemente no la misma que la racionalidad del logos, pero no por ello inferior en ningún aspecto. Suele hablarse de la "transición del mito al logos", cuando en realidad sería mejor hablar estrictamente de la "aparición del logos". Este no desplaza totalmente a aquel, que simplemente se repliega en algunas sociedades, y sus diferentes discursos coexisten, de manera independiente y con todos los matices nece­sarios, hasta nuestros días. Esa aparición del logos está bien datada y documentada en la Grecia del siglo VI a.C. Cabe preguntarse si la incorporación de la razón griega al acervo cultural de la humanidad fue un fenómeno "inevitable" en ese lugar y en ese momento, al igual que cabe preguntarse por sus causas, sin duda múltiples, interrelacionadas, y en su conjunto, difí­cilmente explicitables. Pero de lo que no cabe duda es que el fenómeno que estudiamos tuvo unos antecedentes históricos, unos condicionantes culturales (en el sentido amplio de la palabra cultura), un proceso concreto y unas repercusiones posterio­res, que sí podemos intentar comentar.
 


Cuando las tribus dóricas invaden la Grecia continental en el siglo XII a.C., se producen algunas profundas transformaciones que irán influyendo de manera importante en la preparación del entorno político, económico y de pensamiento en el que se moverá la Grecia de los siglos posteriores. El palacio micénico deja de ser el centro de toda actividad social, la organización política no vuelve a utilizar el concepto divino de la realeza, se rompen las relaciones con Oriente, se pierde la escritura... puede hablarse de una época un tanto oscura en la historia de Grecia, que finaliza hacia el siglo VIII a.C., -posiblemente por el paso de una sociedad eminentemente agrícola a otra de tipo más comercial- reinventando la escritura, reanudando los contactos orientales pero ahora desde la afirmación del propio pensamiento griego ya diferenciado. Todos estos cambios tangibles no deben hacer olvidar el principal cambio habido en el pensamiento helénico, que está haciendo un giro total en lo que se considera "la verdad". En la Grecia arcaica, la verdad es un concepto claramente vinculado al hecho religioso, y más que de verdad deberíamos hablar de "creencia", pero poco a poco se va abriendo en el pensamiento griego otra forma de entender la verdad, y, sobre todo, sus posibles poseedores, que dejan de ser unos pocos privilegiados con funciones religiosas y sociales específicas para pasar a ser propiedad de todos, decidida de común acuerdo mediante el diálogo. Encontramos aquí el germen de la importancia que posteriormente alcanzarán la palabra, el orador y la fijación escrita de esa palabra como elemento normativo de la sociedad.


El hecho histórico que más va a condicionar y enmarcar el uso de esa palabra como elemento referencial de "la verdad" es el desarrollo de la polis griega, que en realidad no alcanza toda su importancia hasta que se vertebra alrededor del ágora. Es aquí donde la palabra encuentra su espacio como elemento de poder (Vernant), a través del diálogo, de la persuasión de los iguales (Isoi). Hay que hacer referencia en este punto al modo en que el concepto de igualdad entra en la sociedad griega, heredado del con­cepto grupal de la falange hoplita, que antepone la acción común frente al combate individualizado acostumbrado. Esa idea de grupo de iguales, de isonomía frente a anomía, pasa de una manera natural a la sociedad civil, ya que los hoplitas eran ciuda­danos comunes que, al volver a la vida civil, democratizaron la sociedad trasladando, en cierta manera, la reforma del ejército al ámbito civil. Así, la difusión de la palabra en el ágora crea por primera vez un espacio público de poder, un espacio político, que se basa esencialmente en considerar a los habitantes de la ciudad dotados de una igualdad natural, que les habilita para el ejercicio del poder a través de la palabra y de su plasmación escrita, con la precisión y objetividad que esto exige. La palabra escrita puede revisarse sin cambiar lo escrito anteriormente, puede intercambiarse y revisarse así sin la presencia del autor y evita los peligros de la memoria, de manera que su importancia en la aparición del logos es extrema.
 


Es en ese entorno y con esos condicionantes donde el mito, territorio de los poetas (Homero, Hesíodo) hasta ese momento, ve desgajarse sus dos primeras ramas, la filosofía (Tales, Anaximandro, Anaxímenes) y la historia (Herodoto, Tucídides). Es filósofo el que busca la verdad, no el que la posee, y en esa búsqueda de la verdad aparecen implicados inmediatamente los conceptos esenciales de espacio y tiempo. La filosofía, la parte laica de la política podría decirse, considera que ya no cabe hablar de un espacio organizado sino que este deviene amorfo, sin un centro, aunque sobrevivan algunos lugares privilegiados desde el punto de vista sagrado, lo que permite a Eliade señalar que una parte de la experiencia religiosa del mundo pervive en la desacralización del mismo. Pero también hay aspectos, como la geometrización griega del espacio cosmológico, que no tienen ningún antecedente en el mito. Esa geometrización hace del mundo físico una teoría, un espectáculo, y al no haber en él ningún punto esencialmente privilegiado podríamos hablar de una isonomía también en la physis. Por otro lado, la palabra escrita se justifica por lo que narra, de manera que el narrador empieza a utilizar de otra manera el tiempo en el que transcurre su relato para que pueda comprobarse la verdad de lo narrado, lo rescatado del olvido. Ha aparecido así el "tiempo histórico" en el que los acontecimientos reales, singulares, tienen su acomodo, en todas sus duraciones (Braudel). Nace de esta manera la historia entendida como una búsqueda de información, como una investigación, tal y como lo entienden y manifiestan Hero­doto y Tucídides, quien afirma que el historiador debe apartarse del mito, de lo fabuloso y fabulado, para acercarse así a "lo verdadero". Vemos pues que del monolitismo del mito se han desprendido dos grandes ramas de lo que llamaremos sabiduría, la filosofía y la historia, que tienen en común la búsqueda de la verdad, y de diverso sus campos de actuación. Ambas discipli­nas constituyen inicialmente el núcleo de lo que se ha convenido en llamar el discurso lógico, que se enfrenta al discurso mítico tradicional, desdibujándolo en algunas sociedades pero sin anularlo por completo.


Inicialmente, el mito y el logos no estaban tan enfrentados como pueda parecernos ahora. Inicialmente, ambos conceptos, al menos en el momento de la Grecia que estudiamos, hacían referencia al "discurso". Poco a poco ambos conceptos fueron sepa­rándose, de manera que el logos hacía referencia al discurso argumentativo, razonado, mientras que el mito usaba un discurso sin fundamentar, dogmático. Y no es que el mito no dispusiera de recursos para explicar el significado de los fenómenos ob­servados, sino que el logos lo empezaba a hacer de manera diferente, sin buscar otra verdad más que la contenida en la propia argumentación. En el caso del mito, la responsabilidad del discurso siempre está en "otros", mientras que en el logos dicha responsabilidad recae directa e ineludiblemente en el que defiende su argumentación. El mito entiende el conocimiento como una obra ya creada, detrás de la cual hay una "autoridad" que se responsabiliza de dicha obra. El logos, por el contrario, en­tiende el conocimiento como una actividad individual, algo que se construye poco a poco a base de investigación y argumentación personales. En un discurso prima el principio de autoridad, en el otro, la argumentación y discusión. Por ejem­plo, Anaxágoras lo expresaba diciendo "Todas las cosas estaban juntas, y al llegar la inteligencia las ordenó"... el logos poniendo orden donde no lo había, desde su óptica racional. Es evidente que la utilización de la palabra escrita influyó de ma­nera importante en esta separación clara y tajante entre el mito y el logos, ya que los conceptos creados en torno a la oralidad, propia hasta ahora del mito, van siendo desplazados por las nuevas maneras y concepciones apoyadas en la palabra escrita. También la representación de las tragedias griegas ayudan a esta separación entre ambos discursos. La tragedia usa contenidos del mito, pero los recrea y somete a una visión externa, que acostumbra al espectador a considerarse partícipe en la acción, pero viéndola "desde fuera". Especialmente desde Atenas (Esparta, por ejemplo, siguió una evolución bastante diferente), el logos adquiere así el carácter definitivo de "argumentación razonada", en oposición, ya permanente, con el mito. Desde el discurso lógico no pueden leerse los mitos sin considerarlos aberrantes (Vernant dixit) , y desde el discurso mítico los supues­tos avances y explicaciones dados por el logos se ven irrelevantes, irreales. Aunque ambos discursos van a coexistir temporal y espacialmente, lo van a hacer de manera totalmente separada.


Esa coexistencia empieza ya en la cultura griega, que nunca abandona del todo sus ideas míticas, (recordemos a Platón y su mito de la caverna), especialmente las religiosas, de manera que la civilización griega no se convirtió nunca del todo al nuevo paradigma de la razón (Cornford, Vernant). La polis permite, precisamente, no hacer distinciones tajantes entre lo profano y lo sagrado, y las manifestaciones del mito (religiosas, educativas, literarias) abundan en ella. Los actos civiles están normalmente realizados bajo la protección de alguna divinidad, aunque la relación entre el individuo y el dios ha cambiado, como dice Vernant, desde un concepto de servidumbre hacia una actitud, bien diferente, de servicio. Puede decirse que el mundo griego clásico alcanza un punto de equilibrio entre lo divino y lo humano, sin que se produzcan todavía las roturas que posterior­mente aparecerán entre ciencia y fe, por ejemplo, rompiendo ese equilibrio.

 

El nacimiento del logos en la Grecia del siglo VI a.C. originó, en resumen, una nueva manera de buscar la verdad, basán­dola en la argumentación, en la razón y en el diálogo. La filosofía y la historia nacen apoyadas por la razón, y posteriormente la ciencia (al principio, especulativa) alcanza su carácter experimental con el que ahora la conocemos. El discurso lógico que así se crea, sustentado en esas tres disciplinas del conocimiento, se separa del discurso mítico, aunque coexiste con él, configurando dos diferentes ma­neras de interpretar nuestro mundo y de vivir en él. Y posiblemente ninguna de las dos pueda cubrir y acoger por completo los múltiples aspectos de la realidad.

 

(José Carlos Vilches Peña. Vielha, junio 2006.)