2.El proceso de neolitización.

Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus.” (El nombre de la rosa, U. Eco, semiólogo.)

¿Hacen los nombres a las cosas? O, por el contrario, ¿las cosas llevan implícito su nombre? Paleolítico, Neolítico... dos nombres, dos periodos, dos realidades. La piedra antigua, la piedra nueva... ¿nada más que eso? En absoluto: nos encontra­mos con dos nombres muy poco adecuados a lo que intentan representar en la actualidad. Por un lado, el proceso general de hominización que se produce en el Paleolítico; por otro lado, la gran revolución neolítica que ha llevado a nuestra especie hasta donde está en este momento. Porque la escala temporal es engañosa: el Neolítico, a pesar de las connotaciones que su nombre lleva, es un periodo que ha durado muy poco en el continuo de la historia, y que en muchos aspectos no ha acabado aún. Cuando se deja atrás el estudio del Pa­leolítico y se entra en lo que hemos convenido en llamar el Neolítico, lo primero que llama la atención es que estamos hablando de algo bien reciente, tanto que nos reconocemos en ello: hablar del Neolítico es hablar de nosotros mismos.


Cuando empieza este período de la historia humana, el Homo sapiens ya es la especie elegida (en palabras de Arsuaga). Su biología y su anatomía están fijadas en las que reconocemos como las nuestras. Su expansión geográfica ha tenido un desarrollo imparable, y todo lo que empezó en el Paleolítico inicia un cambio que bien puede calificarse de revolucionario. Esta idea de cambio, de neolitización, más que de período estático, es la esencial en esta etapa histórica. Y no es en singular como debe hablarse (si bien la agricultura es posiblemente la “estrella” más espectacular de dicho cambio), sino en plural. En efecto, la neolitización es un conjunto de cambios –que algunos piensan que eran inevitables- difícilmente estudiables por separado: cambios tecnológicos y biológicos, económicos y sociales, mentales y religiosos. El germen de dichos cambios no es difícil rastrearlo en el Paleolítico, pero es hace unos doce milenios cuando su eclosión permite a la especie considerarse plena­mente humana en el sentido absolutamente moderno del término.

Los cambios que observamos y englobamos en el proceso –los procesos, realmente, ya que hay varios focos indepen­dientes- de neolitización son cambios totalmente relacionados entre sí, profundamente imbricados los unos en los otros, y con potentes mecanismos de realimentación mutua. Todos los cambios son facetas diferentes de una misma realidad, y no cabe hablar de un “orden” en ellos. Por ejemplo, no es la aparición de la agricultura lo que crea la religión del neolítico (por más que transforme profundamente las creencias religiosas), de la misma manera que tampoco es la creencia religiosa la que hace inventar la agricultura (por más que la incorpore simbólicamente en su imaginario). Todo es un continuo, todo es si­multáneo, y las actividades relacionadas con la subsistencia se mezclan, relacionan y potencian en un marco de creencias religiosas que a su vez se nutren del simbolismo de esas actividades. La conocida máxima del primum vivere, deinde philosophari no es aplicable a los procesos de neolitización, no existe una “masa crítica” de conocimientos, de riquezas, a partir de la cual sea posible el paso a otras actividades de carácter “más intelectual”. La religión existe desde siempre, es un hecho inherente a la condición que llamamos humana, y ya en el Paleolítico cabe decir que el hombre es religioso (Domín­guez, Nadal, en Tema 2). Así pues, dado que la religión es un rasgo, una característica cultural propia de la especie, definitoria en gran medida de la misma, cabe ver su influencia, su enorme influencia, en el proceso de neolitización que nos ocupa.


En cuanto a la religión en sí misma, la neolitización no hace tabla rasa de las creencias anteriores, pero las transforma enormemente, y puede decirse que las convierte en lo que podemos llamar “religiones agrarias”, dado que la aparición de la agricultura –se proponen diferentes causas, ver Cauvin p.ej.- es el fenómeno más llamativo de la neolitización. Esta religión agraria lleva consigo el germen, la semilla, de las grandes religiones universalistas del mundo antiguo, como se verá en su momento. La religión del Neolítico, como lo fue la del Paleolítico y lo serán las que le sigan, no tiene ningún carácter expli­cativo de la realidad que rodea al hombre. La sociedad de este periodo es –no puede serlo de otra manera- una sociedad de discurso mítico, integrada en la naturaleza, y la religión no pretende explicar nada, sino unirse con algo, viviéndolo. Tam­poco tiene un carácter justificativo, impositivo (como se ha comentado en el foro de la asignatura), que si se ha dado posteriormente no se debe interpretar como un rasgo propio de la religión, mucho menos de la neolítica.


Así pues, nos encontramos en un momento en que la religión, nacida con el hombre, puede considerarse el “marco ge­neral”en el que este hombre inicia el proceso de neolitización. No es que no haya nada más que la religión en su vida, pero sí que toda su vida se mueve dentro de unas creencias religiosas nacidas hace mucho tiempo, que se van a transformar asimilando los cambios de todo orden que van a producirse.

La aparición de la agricultura, hecho clave en la neolitización, hace que el hombre deje de tomar de manera directa lo que la tierra le da espontáneamente, iniciando un proceso de manipulación de la misma, de manera que regula la producción de los alimentos que necesita. La agricultura, que no tenía porqué ser la mejor de las opciones de subsistencia, “ata” a la población a un territorio reducido, a la vez que le asegura el sustento. La intervención del hombre en ese territorio es com­pleta –para los parámetros del momento- y ello conlleva un cambio en la actitud hacia la naturaleza y, consecuentemente, en las creencias religiosas que en ella se sustentaban. Las religiones pre-agrarias dejan de servir en un mundo, el del Neolítico, en el que la intervención, de carácter voluntario, del hombre sobre la naturaleza, contradice necesariamente el carácter sa­grado de la misma. Por ello, las religiones agrarias generan una serie de creencias, mitos y ritos de carácter nuevo, de acuerdo con sus nuevas relaciones con el entorno. Y lo hacen bien, en el sentido de que esa adaptación a la nueva situación perdurará durante milenios, pasando al mundo antiguo y al moderno, adaptándose una y otra vez a los cambios de las socie­dades industriales y post-industriales, en las que la dependencia que el hombre tiene de la tierra es mucho menor.

En las sociedades agrarias surgidas durante la neolitización, se agudiza la necesidad –ya conocida de antes- de un correcto conocimiento y uso de los ciclos naturales, de los que ahora depende la supervivencia. El tiempo agrícola alcanza así un valor sagrado, y aparece lo que podemos llamar un tiempo religioso, cuajado de celebraciones y fiestas que, en cierta manera, ayudan a hacer más comprensible el ciclo cósmico del que tanto se depende. La importancia del conocimiento y el control del ciclo de siembra/recolección alcanza así unas dimensiones tales que logran, en un efecto de realimentación, influir en las creencias y prácticas religiosas. Es, por ejemplo, en este momento en el que empieza a aparecer el concepto de templo-granero, que asegura la conservación de lo necesario para reiniciar el ciclo de la próxima cosecha. Puede verse así pues la relación exis­tente entre el tiempo, en sentido amplio, y las creencias religiosas.

Y también puede verse claramente la influencia mutua que tuvieron la religión y el uso del territorio. Para una población sedenta­ria, con el territorio compartimentado, es natural el pensar en ese territorio como algo sagrado, el centro del mundo, el omphalos. Algunos lugares especiales de ese territorio se sacralizan más todavía, construyendo en ellos los templos, p.ej. La división del territorio, su apropiación, conlleva el ponerlo bajo la protección divina, y algunos rituales, como las procesio­nes, así lo intentan. En un territorio ocupado permanentemente, la vivienda adopta también formas y modelos más estables, tanto a nivel de grupo de parentesco (con viviendas de planta circular y rectangular, con diferente simbolismo, represen­tando la circular “lo natural” y la rectangular “lo artificial”) como a nivel de grupo suprafamiliar, apareciendo poblados y pronto ciudades (especialmente “grandes” en Mesopotamia). Esta organización del territorio introduce un dualismo entre lo propio y lo ajeno, que indudablemente cohesiona al grupo pero inevitablemente lo enfrenta “al otro”. En ese espacio la acti­vidad del hombre se impregna de religiosidad, y aparece la diferenciación entre el papel de la mujer, madre dadora de vida como la tierra, y el del hombre, potencia que fecunda la tierra, en semejanza con la primera hierogamia cielo/tierra, Urano/Gaia (Eliade). A imagen de lo que hace la naturaleza, el hombre desea y procura una fertilidad sin cortapisas, “creced y multiplicaros...” es el mensaje que recibe de su entorno sacralizado y fecundo. Y en ese crecer, el agua –posiblemente por motivos de escasez dado los entornos geográficos en los que arranca la neolitización- tiene un papel esencial, unas veces como fruto de la unión del cielo y de la tierra, otras veces como origen de la fecundidad, incluso de la propia creación del mundo. Estos mitos de creación tienen sus primeras representaciones en el arte parietal, con un buen ejemplo en el arte rupestre sahariano.

En ese tiempo y en ese espacio sacralizados, el hombre neolítico trabaja. El trabajo se especializa, y las nuevas tecnolo­gías producen conocimiento y herramientas que hacen aumentar el rendimiento de ese trabajo. En cierta manera, tienen un poder más allá de lo natural, superpuesto de manera mágica (como la metalurgia post-neolítica, por ejemplo, ver “Herreros y alquimistas” de M. Eliade). La sacralización del trabajo induce mecanismos de solidaridad en el grupo, especialmente a través de las festividades, y conduce también al sacrificio, cruento o incruento, símbolo de la unión entre los miembros del grupo y con la divinidad.

Si el trabajo se ha sacralizado, es lógico que sus frutos también lo hagan. Cada producto adopta (o es adoptado) por un dios diferente, dioses que viven, mueren y renacen con el producto de la tierra al que están asociados, ciclo fácilmente reco­nocible en las diferentes religiones post-neolíticas del mundo antiguo. Y el ciclo vital del grano, de la semilla que renace, origina la creencia en un mundo y una vida más allá de la muerte, idea recogida también por las religiones posteriores. Esa esperanza en lo perdurable inicia la gran importancia de los enterramientos, que en realidad lo que hacen es unir simbólica­mente el mundo de los vivos con el de los muertos.

Con lo sagrado influyendo de tal manera en lo cotidiano del hombre neolítico, se produce la aparición del “especialista” de lo sagrado, como lo hay de otras actividades. Se observan dos modelos de esa especialización, el sacerdocio comunal (una mejora del chamanismo) y el sacerdocio eclesiástico. El primer modelo se legitima a través de la representación de la sociedad ante los dioses, en una clara vocación de servicio. El segundo modelo deriva hacia la burocratización de los ritua­les, hacia las explicaciones y conocimientos teológicos complicados, de manera que se aleja inevitablemente de sus representados.

 

Vemos pues que la neolitización es un conjunto de cambios relacionados completamente entre sí, y cuya argamasa esen­cial es la mentalidad del hombre, sus creencias, marco general en el que se van produciendo esos cambios. Es un proceso que comienza hace unos doce milenios en diferentes sitios, y que en realidad puede decirse que no acaba hasta la revolución industrial de hace un par de siglos, e incluso más tarde en algunas partes de la Tierra. A partir de mediados del siglo pasado, especialmente en el mundo europeo, la sociedad post-industrial ha entrado en una etapa de profunda crisis de valores, de resultado imprevisible, y en esa crisis reconocemos realmente el fin del Neolítico.

(José Carlos Vilches Peña. Vielha, abril 2006.)