5.El poder en Egipto y Roma

"...que su ejemplo sirviese para que se le juzgase a él mismo mientras viviese y a todos los príncipes sucesores suyos..." (De un Edicto de Augusto, recogido por Suetonio en Los doce Césares, Vida de Augusto, XXXI)

 

Cerrando el estudio de la Historia Antigua que nos ha venido ocupando hasta ahora, y teniendo en cuenta el hilo conductor de dicho estudio, vemos que ante el binomio discurso mítico / discurso lógico podemos tomar como paradigmas las civiliza­ciones egipcia y romana. Sus diferentes concepciones sobre el tiempo, el espacio y el poder ejemplifican perfectamente las características contrapuestas de ambos discursos, y es por ello por lo que se eligen aquí para su contraste y comparación. En las actividades de temas anteriores ya se han comentado con cierto detalle las diferencias en las concepciones del espacio y del tiempo de los dos discursos, mientras que no se han abordado de la misma manera las diferencias entre las concepciones del poder en ambos, y es por ello por lo que dicha concepción será el motivo esencial de estas líneas. Inevitablemente, como el discurso se fundamenta en cómo se conceptualiza el tiempo, el espacio y el poder, y en sus relaciones, no podrá hablarse de uno de esos tres fundamentos sin tocar, al menos tangencialmente, alguno de los otros. En concreto, no será posible contrastar el concepto de poder entre Egipto y Roma (objetivo básico de esta actividad) sin hacer referencia a sus concep­ciones del pasado, es decir, del tiempo.


Para empezar, hablar de "Egipto" y de "Roma" no es precisamente algo demasiado bien concretado temporalmente. Espe­cialmente en el caso de Egipto, estamos hablando de milenios, no de siglos siquiera. Por tanto, parece oportuno acotar, al menos aproximadamente, en qué ámbito temporal nos movemos. Paradójicamente, en el caso de Egipto, a pesar de la enorme duración de su civilización, es más fácil esa acotación, debido a la gran estabilidad en sus concepciones básicas, que prácticamente nos permite no hacer demasiadas distinciones en cuanto a lo que se refiere a la evolución del poder del faraón. La conceptualización del tiempo en Egipto da una estabilidad, un recurrir a las cosas del pasado, que nos facilita el hablar del poder del faraón como algo similar en todas las épocas, con todos los matices que sean necesarios, especialmente en las últimas dinastías. Pero el caso de Roma ya es bien diferente. Roma se desarrolla cuando ya existe la historia (y la filosofía y la ciencia, pero eso es otra historia... ver Act. 9-1), es decir, cuando la concepción del tiempo ha admitido la existencia de un "tiempo histórico" en el que los aconteci­mientos se singularizan y adquieren importancia en sí mismos. Ese tiempo histórico acelera en cierta manera esa historia recién nacida, y en Roma ya no podemos hablar del poder político sin hacer una clara acotación temporal. Resumiendo mucho, no es lo mismo hablar de la concepción del poder en la República que en el Imperio, y, dentro de este, en sus momentos estelares o en sus momentos finales. Para poder hacer alguna comparación con cierto sentido, debemos dejar de lado la idea del poder en la que se basaba la República, muy alejada de la egipcia, y elegir por tanto la idea subyacente en la época del Imperio, en la que la concentración de poderes en una sola persona hace posible la comparación con el poder faraónico. Dentro del Imperio es razonable elegir como representante a Augusto, el primer Princeps, que sin abolir formalmente la República (cosa que nin­gún emperador romano se atreverá a hacer) inaugura la etapa imperial de Roma introduciendo una serie de reformas que abren uno de los períodos más apasionantes de la historia romana. En el hilo que seguimos, la reforma que nos interesa es la que hace referencia a la transmisión del poder, que a partir de Augusto se hará de forma dinástica/hereditaria (por sangre o adopción), comparable a Egipto, al menos formalmente.


En nuestra búsqueda de diferencias entre Egipto y Roma acabamos de encontrar pues, ya antes de empezar, otra: al hablar de Egipto lo haremos "del faraón", no nos preocupa mucho cuál, pero al hablar de Roma lo haremos de Augusto. El faraón en realidad representa alguna "otra cosa" (Horus en vida, Osiris en la muerte) y es siempre el mismo. Augusto no representa a nadie más que a él mismo, y sus hechos son sus hechos, de nadie más.

Muy brevemente, situaremos históricamente a Cayo Octavio Turino, hijo de Cayo Octavio, de la orden ecuestre y goberna­dor de Macedonia. Su madre, Atia Balba Cesonia, era sobrina de Cayo Julio César, que en esos momentos era de facto, aunque no de iure, quien tenía el poder en Roma. Cayo Julio César adopta a Cayo Octavio como hijo suyo, y después del asesinato de Julio César, Octavio, nombrado heredero en el testamento, inicia su camino hacia el poder. Tras lo que puede calificarse de una auténtica y cruel guerra civil, recibe del Senado en diferentes etapas todo el poder que es posible concentrar en una persona: procón­sul, Augustus, Princeps, el derecho a ponerse la corona cívica, los poderes del tribuno y del censor a la vez, el imperium en la ciudad de Roma, el imperium proconsulare maius...

¿Tanto poder concentrado en una sola persona nos permite equiparar a Augusto con el faraón? La respuesta es no, esencial­mente por tres motivos relacionados con ese poder: el origen, el uso y la justificación del mismo.


En primer lugar, en cuanto al origen del poder, que en el caso de Augusto proviene del Senado, al menos formalmente. Sea como sea la obtención de los diferentes poderes que fue acumulando, no cabe duda que ese poder tiene un origen claramente terrenal, histórico podríamos decir. Absolutamente diferente es el caso de Egipto, en donde el poder faraónico proviene directamente del hecho de ser un dios vivo. En los Textos de las Pirámides leemos que "El rey fue formado por su padre Atum... antes que hubiesen nacido los dioses". Augusto no tiene un carácter sagrado como lo tiene el faraón, y tampoco es inmortal como este, salvo que se considere como inmortalidad su proyección dentro de la eternidad a la que Roma se suponía destinada. Podría comentarse al respecto también la diferencia entre ser un dios vivo o el ser "divinizado" a la manera romana después de la muerte, o la diferencia de tratamiento de la estatuaria faraónica y la imperial...


En segundo lugar, en cuanto al uso de ese poder, terrenal en un caso, divino en el otro, también es bien diferente. El papel primordial del faraón es el de interceder entre los hombres y los dioses, asegurando el orden cósmico, él es el garante de Maat. ¿Augusto tiene el mismo objetivo? Dejemos que sea un romano ilustre el que lo aclare de modo transparente: "Tu regere imperio populus, Romane, memento (hae tibi erunt artes), pacisqui imponere morem, parcere subiectis et debellare superbos" (Virgilio, Eneida, Libro VI, 851 y ss.) Ninguna referencia pues a los dioses, al contrario, la preocupación de Augusto en el uso de su poder ha de ser bien terrenal: regir las naciones y darles la paz. Paz romana que duró, por cierto, cuarenta años con Augusto y bastante más con sus sucesores, quizás hasta la muerte de Marco Aurelio en el 180 d.C. Una Pax Romana, por otra parte, fundamentada esencialmente en el poder militar. Tácito, dejando traslucir quizás sus creencias republicanas, pone en boca de Cálgaco (enfrentado en Britania a Agrícola, suegro de Tácito), refiriéndose a los romanos, una buena descripción de esa supuesta paz: "Auferre trucidare rapere falsis nominibus imperium, atque ubi solitudinem faciunt, pacem appellant". (El sucesor de Marco Aurelio, Cómodo, es señalado frecuentemente como el punto de inicio de la decadencia y posterior caída del Imperio Romano (Gibbon)).

También vemos que el uso del poder por parte de Augusto está claramente mediatizado y/o controlado, ni que sea a nivel teórico, por el Senado y las demás instituciones políticas romanas (sin olvidar el papel del ejército, que inicia una etapa de influencias decisivas en el devenir de Roma), mientras que en el entorno del faraón no tenemos nada similar documentado. Quizás por ello las políticas exteriores de ambos poderes fueron tan diferentes, claramente expansionista en el mundo imperial romano (aunque Augusto fijó bastante el limes) y mucho más centrada en el propio territorio en el caso de Egipto. Hay en esas diferentes actitudes un claro componente economicista, mucho más palpable en el ya "lógico" mundo romano.


Y, en tercer lugar, nada tiene que ver la justificación que de ese poder hacen el faraón y Augusto. En el caso del faraón no cabe siquiera hablar de dicha justificación, su origen divino la hace totalmente innecesaria. Pero en el caso de Augusto no es así, y en cierta manera se ve "obligado" a escribir sus Res gestae, de manera que su mundo tuviera conciencia de lo que había hecho con el poder que se le había otorgado, actitud esta impensable de encontrar en el faraón. En ese documento, escrito cuando ya era de edad avanzada, Augusto adopta –como no podía ser de otra manera- una actitud totalmente "lógica", histórica en el sentido ya actual de la palabra (aunque está por ver si no habría que hablar realmente de rerum gestarum, dada la selec­ción un tanto sesgada que hace de los hechos que narra). En las Res gestae podemos encontrar fácilmente el rastro de esa intencionalidad ya claramente lógica del discurso: ordenación y clasificación de los hechos acaecidos, afán de precisión en las cifras y en las fechas, singularización de los acontecimientos sin referencias a la divinidad como origen de los mismos... En resumidas cuen­tas, estamos frente a un documento totalmente justificativo (ante sus coetáneos) y con una intencionalidad de proyección histórica hacia sus sucesores (ver cita inicial). Queda de manifiesto pues la clara diferencia entre el posicionamiento mítico y lógico frente a la realidad del mundo del faraón y de Augusto.


Sin embargo... en ningún momento hay que olvidar que, existiendo esas diferencias que hemos comentado, Augusto no sólo se posiciona de forma lógica ante la historia, sino que en determinados ámbitos y momentos no tiene ningún reparo en hacer referencia y uso del mito. Como lo hemos venido comparando con Egipto, será con Egipto también donde podremos ver esa utilización del mito en un estado casi "puro". En efecto, por un lado, Augusto en Roma impide un exceso de devoción, de divinización, hacia su persona: no deja que se le erija ningún templo en la ciudad (una buena política en una Roma que en realidad sigue considerándose republicana, formalmente al menos), y si en las provincias se le dedican tem­plos siempre se hace en el marco de un culto más general hacia la propia Roma. Se presenta prudentemente ante sus conciudadanos como Divi filius, no como un dios en sí mismo. Sin embargo, en Egipto su comportamiento es bien diferente. Al principio, tras la batalla de Actium que le permite anexionarse Egipto, su actitud hacia los habitantes y los dioses del territorio recién conquistado no es muy favorable: "...egipcios…adorando a dioses como las serpientes y otras bestias y em­balsamando sus cuerpos con la ilusión de conferirles la gloria de la inmortalidad, se muestran hábiles en las jactancias pero totalmente privados de coraje..." (Dión Casio, L, 24, 6). Incluso uno de sus "propagandistas" escribe de Actium como de una batalla entre los dioses romanos y egipcios (ver Virgilio, Eneida, libro VIII, 696 y ss.) Dión Casio dice (LI, 16, 5) que Augusto dijo "...acostumbro a adorar dioses, no vacas". Pero una vez anexionado Egipto, las cosas cambian, y nos encontramos a Augusto convertido en un dios para los egipcios y con otra actitud bien diferente hacia ellos. Por ejemplo, Augusto hace construir en Dendera un templo dedicado a Hathor. Y cuando se construye el templo de Isis en Filas, Augusto es llamado "hijo de Re, señor de las coronas", así como "el buen dios, hijo de Shu". Al sur de Asuán, en Kalabsha, se representa a Augusto con el ureus y se le llama "dios, hijo de dios". Y sin necesidad de ir a Nubia, podemos ver en Madrid, deteriorándose inútilmente bajo unas condiciones inaceptables, el templo de Debod. Aunque sus relieves están prácticamente perdidos del todo, están bien documentados desde la segunda mitad del S. XIX, y en ellos podemos ver a Augusto adorando a Amón, a Isis y a Osiris, así como al dios león nubio Mahesa. En ese templo se dice de Augusto: "Hijo de Ra, ... amado de Ptah y de Isis, el buen dios hijo de Maat, semen divino de Osiris".

Las cosas pues no son tan lineales como a veces las pensamos... el discurso mítico y el lógico en un mismo Augusto, el Princeps romano y el dios Mahesa juntos en medio del Dodecasqueno, dando argumentos diferentes a un mismo poder, que evidentemente buscaba así la continuidad con los faraones anteriores. Egipto, Grecia, Roma,... ¿y otra vez Egipto?

 

(José Carlos Vilches Peña. Vielha, junio 2006.)